Para poder aproximarse a lo divino, este arte evitaba el carácter transitorio de los individuos y plasmaba una forma estereotipada y atemporal. Incluso las escenas que reproducían momentos de la vida cotidiana estaban en relación con la fe en la inmortalidad y, por supuesto, con el culto a los muertos.
Los grandes talleres anexos al palacio y al templo eran las escuelas en las que se formaban las nuevas generaciones de artistas. Aquellas representaciones típicas del arte egipcio que muestran todas las fases de la elaboración de una obra, debían tener, sin duda, una función didáctica, destinada a los aprendices. Esto explica el singular academicismo del arte egipcio, academicismo que le aseguraba un altísimo nivel, pero también un gran carácter estereotipado. Mientras los pintores y los escultores permanecían en el anonimato, por el hecho de realizar una actividad manual, a los arquitectos se les reconocía la cualidad intelectual de su trabajo y se les otorgaba una cierta relevancia social.
En el arte egipcio la estatua era, por encima de todo, el monumento de un rey y en segundo lugar la representación de un individuo. Es por eso que
los ministros y los cortesanos intentaban aparecer representados del mismo modo, es decir, mostrando un aspecto solemne y sereno, como se observa en las estatuas de los escribas. Solamente el hombre sin rango podía ser plasmado como era realmente.
Ello explica el realismo de las escenas de la vida cotidiana, en las que aparecen representados personajes de clases sociales inferiores. Este concepto no sufre cambios sustanciales desde el III milenio a.C. hasta la conquista de Alejandro Magno en el 332 a.C.
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